La maternidad y la movilidad

La maternidad, la crianza y las calles son nuestras

Compartir

Escribo a un año de participar por primera vez en una marcha feminista y asumirme como tal.

Formé parte del contingente ciclista tomando el espacio público que nos han arrebatado, para subrayar la intersección entre la violencia de género y el actual modelo de movilidad.

Texto: Mariana Orozco Camacho*

Hoy protesto desde casa, maternando, pendiente de las manifestaciones de las colectivas en redes sociales y más consciente que nunca de lo mucho que urge liberar del patriarcado no solo a nuestras calles y carreteras, sino también a las madres y a las personas que las apoyan en el cuidado.  

Así como la movilidad, la maternidad debe dejar de ser un tema incómodo para el feminismo, el “deber ser” que impone, romantiza e idealiza a la mujer en el espacio público, también se implanta en el gestar y el criar.

Nos ha quitado la paz y la posibilidad de decidir. En ambos procesos, somos las protagonistas, pero las imposiciones y el medio en el que se ejercen nos han prohibido experimentarlos (o no experimentarlos) libremente.

Así como caminar, moverse en bicicleta y usar el transporte público de manera segura son todavía una utopía ante la ausencia del Estado, la ilusión que genera la llegada de una nueva vida en nuestra sociedad es proporcional a la falta de políticas públicas del cuidado y al desconocimiento de sus “tribus” sobre lo que implica el desarrollo de la primera infancia.

Aunque las hay, las personas que cuentan con información y herramientas para experimentar y acompañar respetuosamente el proceso de una mujer desde el embarazo, pasando por el puerperio y hasta el regreso a su vida laboral, remunerada o no; sin descuidar las actividades que requiere su salud mental y el desarrollo de una vida humana durante los primeros meses y hasta los dos años después del parto.

Escribo desde el privilegio y aún así me siento desamparada.

Mi bebé llegó a este mundo sin que yo lo hubiera planeado. La maternidad no existía en mi plan de vida, me fui adaptando lentamente a la posibilidad. 

En la infancia rechacé jugar a las muñecas; para mi era más placentero correr y trepar árboles que estar sentada ofreciendo biberones y comida imaginaria (que no pecho) en trastecitos de plástico. 

Del juego infantil a símbolo de opresión, la posibilidad de ser mamá se fue postergando. La competitividad y la violencia de género no dejaban un pedacito de alma, mente y cuerpo disponible para siquiera imaginarlo.

¿Perder un poco del espacio ganado en la escuela y el trabajo a cambio de maternar? ¡De ninguna manera!  

Y sucedió, por primera vez en mi vida “productiva” hubo una pausa y dos meses después de iniciar el confinamiento por la pandemia por COVID19, la prueba de embarazo dio positivo.

Después de darle vueltas por días a la idea de interrumpir el embarazo DECIDÍ continuar con él, sostenida de una red social de apoyo y sobre todo de la madurez emocional para tomar una decisión tan trascendental. 

Durante casi nueve meses, en cada cita de control médico, me vi envuelta en una tremenda cantidad de dudas y miedos, así como de momentos llenos de mágicas hormonas: ilusión y felicidad; sin estar totalmente convencida de la experiencia. 

Postergar la decisión de ser mamá hasta la actualidad y trabajar sin descanso hasta dos días antes de la llegada de Valentina complicó físicamente el desarrollo del embarazo y del parto.

Al mismo tiempo, esta situación me brindó la posibilidad de experimentarlo a lado de un compañero solidario, enamorado de mis luces y sombras y deseoso de ejercer su (ma)paternidad; así como con la estabilidad económica suficiente para superar cualquier imprevisto y así fue: el parto se adelantó.

Entré a una situación de emergencia en la que logré superar la violencia obstétrica -presente aun en los mejores profesionales de la salud- gracias a la cantidad de información que procesé durante ocho meses y a la compañía de mujeres sororas comprometidas con la crianza. 

Rodeada de música, esencias, luz tenue y la mano de mi pareja sosteniéndome, experimenté una cesárea humanizada que gocé de principio a fin.

Esta situación me facilitó comenzar a amar a mi hija una vez que la tuve sobre mi pecho recién nacida, devorándola a besos y olfateándonos desnudas; envueltas por un ambiente de respeto y apoyo. 

Desde que llegamos a casa nos hemos ido conociendo. Mi pareja y yo, tuvimos que establecer nuevos roles y contratos e introducir a la bebé en ellos.

Hemos experimentado nuestro propio parto como familia, concentrados en crear un vínculo sano, respetuoso y con apego, con el anhelo de darle a nuestra sociedad una nueva integrante que esté convencida de que este es un lugar seguro, en el que vale la pena vivir. 

Durante el puerperio, el cansancio, la culpa y la impotencia son exponenciales.

La poca divulgación sobre los estados psíquicos más insospechados que la mente humana atraviesa y el exhaustivo rol de las personas que cuidan a las madres durante ese periodo, nos han llevado a estigmatizar a quienes no manifiestan públicamente una maternidad “color de rosa”.

Por otro lado, establecer la lactancia no es algo fácil o que solo requiere del instinto y una vez establecida practicarla no es una cuestión sencilla, sin embargo, se critica a quien no alimenta con leche materna al recién nacido, sin proveer de información y asesoría gratuita de calidad a las madres.

Cuando apenas comenzamos a entender de qué se trata esta nueva etapa, veo cerca el fin de mi licencia de maternidad y mi pareja, aun con sus días de licencia, no ha dejado de trabajar.

Los pocos días que hemos tenido por ley se nos escurren de las manos, mientras vamos creando las condiciones para salir al espacio público y regresar a la vida laboral sin descuidar el desarrollo de nuestra hija y sin poner en riesgo su vida.

Como lo señalé, mi experiencia está llena de privilegios y aún así ha sido uno de los retos más difíciles que he atravesado en mi vida, les invito a imaginar lo que experimenta una mujer que no pueden decidir sobre su cuerpo y es obligada en la clandestinidad, en un hospital o en casa a métodos, practicas y acciones en contra de su voluntad.

Es necesario reconocer que no hay blancos y negros en el maternar, tampoco en el decidir no hacerlo, se disfruta y se llora; es algo tan hermoso y transformador como duro y agotador.

La única certeza es que el Estado tiene una gran deuda en ello y debe estar presente si la mujer lo requiere.

La opresión, dominación y discriminación que experimentamos en la ma(pa)ternidad son construidas de la misma manera que la violencia vial, el acoso callejero y el abuso sexual basado en género en nuestras calles.  

Acabar con esta injusticia sistemática nos requiere juntas y capaces de entender que la intolerancia en casa, en el hospital y en el espacio público viola nuestros derechos humanos y en su máxima expresión deja sin vida a las mujeres y copta el desarrollo de la infancia.   

Si ambicionamos no solo ciudades, sino sociedades más humanas, el diálogo público sobre lo que implica la crianza y el rol de las instituciones en ello debe incrementarse y conectarse con otras luchas, tal como lo hemos venido haciendo sobre la movilidad y las necesidades de desplazamiento de las mujeres en el territorio.  

¿Seremos capaces de lograr esa interseccionalidad? El cuerpo, la maternidad, la crianza y las calles son nuestras.