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Pedaleo, me caigo y me vuelvo a subir. ¿Por qué lo hago?

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En los dos años y medio que llevo de ciclista urbana, sufrí dos caídas. Caídas de  verdad; no de esas que pasan por ver pasar la vida mientras esperas parada/o en un semáforo (a qué ciclista no le habrá sucedido).

Texto: Clara Vadillo, consultora en movilidad urbana

Ambas caídas sucedieron en los últimos seis meses y me valieron intervención médica, lo cual me hizo reflexionar, bastante.

Caída n°1

En enero, recorriendo los 5.5 km que separan mi oficina de mi domicilio, pasé como siempre por la glorieta de la Fuente de las Cibeles mientras oscurecía.

Si la conoces, sabrás que esta glorieta –en la cual confluyen seis vías de acceso, la mitad de las cuales son de doble sentido– cuenta con una infraestructura ciclista de dudosa tipificación (los optimistas dirán que es un lúcido ciclocarril; el resto, una ciclovía con un confinamiento decorativo más que efectivo). 

El flujo de automóviles era importante, como en cualquier hora pico de cualquier día entre semana en la Ciudad de México.

Adentrándome a la glorieta, tuve que rebasar a una camioneta que (muy convenientemente) me obstruía el paso y al mismo tiempo vigilar los coches que salían por la calle de Durango. 

Desafortunadamente, mis limitados reflejos de mortal me impidieron ver a tiempo el automóvil que entraba por la misma calle, haciendo que frenara, demasiado tarde; su conductora “nunca [me] vió” y por lo tanto no frenó, en absoluto.

Unas disculpas mal sentidas, una patrulla inútil y unas radiografías después, el incidente resultó en un moretón que se tardó más de seis semanas en desaparecer y una desconfianza permanente hacia las glorietas.

Caída n°2

Muy recientemente, saliendo temprano de casa rumbo a mi oficina, me paré detrás de un camión atorado en el habitual tráfico de la avenida Álvaro Obregón.

No voy a mentir. Un poco desesperada por el hecho de estar parada, inhalando el humo negro saliendo del tubo de escape frente a mi y aturdiéndome con el ruido de las bocinas de automovilistas frustrados, decidí pasar entre la fila de coches estacionados y el camión. 

Un segundo tras haber subido mi pie al pedal, me encontré proyectada hacia el suelo de concreto.

Justo detrás, el repartidor que también andaba en bicicleta, a una velocidad bastante alta considerando la fuerza con la cual me impactó, había evidentemente cometido un (muy) desafortunado error de cálculo. 

Una mano amiga, un paramédico eficaz y una visita de emergencia al dentista después, el incidente resultó en un diente remplazado y la resolución de no “ratonear” nunca jamás. 

Este tipo de hechos de tránsito (las y los que me conocen saben que aborrezco el sustantivo “accidente”, inutilizable para hechos que son pre-ve-ni-bles) son relativamente frecuentes entre las y los ciclistas. 

Lo sé y siempre lo supe. Pero mientras escuchaba angustiada al dentista anunciarme la perdida definitiva de mi diente, surgió una vocecita interna sugiriéndome que, a lo mejor, la bicicleta no era la mejor opción de traslado para mi.

A mediodía, esa vocecita despareció. En gran parte, por las reacciones que las dos caídas provocaron entre las personas de mi entorno. 

Aquí el Top 3 de las respuestas más insoportables y exasperantes que las y los ciclistas solemos oír tras una caída, y que sin embargo explican por qué nos volveremos a subir. 

#3 “No te vi”

Sin duda, el peor argumento que te pueda dar un(a) automovilista para justificar el haber puesto tu vida en peligro.

No hablo de la ceguera provocada por los ángulos muertos -que la mayoría de los ciclistas conocemos y tomamos en cuenta a la hora de transitar- sino del genuino “perdón, no vi que al lado de mi caparazón de tonelada y media venía una persona”. 

Las personas, en bicicleta o caminando, no son invisibles. Los “no te vi”, “salió de la nada” y sus mil y un derivados, son pésimas confesiones, y bajo ninguna circunstancia son excusas válidas. 

Muchas veces, las y los automovilistas que sí nos ven no pueden reprimir lo que pareciera ser un descontrolado deseo de hacernos saber que están ahí, mediante el uso no menos descontrolado de su instrumento favorito: la bocina. 

¡Gracias por avisar! Pero esto no es ninguna novedad. Una persona en bicicleta está casi constantemente rodeada por automóviles y camiones, y sabe -siente- perfectamente que un descuido (suyo o de alguien más), un error de cálculo, un bache, un desequilibrio, puede ser fatal.

Entonces la bocina molesta, pero no preocupa; ni va a hacer que nos apartemos del carril que tenemos todo el derecho de ocupar, por cierto. 

Más que asustar, el “no te vi” nos da un argumento más para seguir pedaleando e invitar a más personas a hacerlo, ya que a más ciclistas, más seguridad. 

Me explico. De acuerdo con el principio de la seguridad en números, el hecho de que más personas anden en bicicleta implica que éstas, lógicamente tengan mayor visibilidad en las calles.

Como bien lo menciona Janette Sadik-Khan en su último libro, en este círculo virtuoso, las y los automovilistas poco a poco se acostumbran a su presencia y aprenden a convivir con nuevos usuarios de la vía, reduciendo sus velocidades y tomando mayores precauciones en las intersecciones; lo cual también les invita a prestar mayor atención a las personas que caminan. 

Experiencias de ciudades alrededor del mundo han demostrado que cuando el número de ciclistas aumenta en las calles, la proporción de lesiones y muertes en los mismos disminuye con el tiempo.

Precisamente por ello, la movilidad en bicicleta debe ser alentada, y no frustrada con medidas restrictivas como el uso obligatorio del casco (otro gran tema por desarrollar). Precisamente por ello, el “no te vi” nos indica que aún nos falta hacernos más visibles y presentes. Precisamente por ello, seguiremos usando la bicicleta.

#2 “¿Acaso pensaste que ésto era (Ámsterdam / París / Berlín / cualquier otra ciudad europea de ciclistas felices y contentos )?”

Uno de mis favoritos: chistoso y desesperante a la vez. Más que preocuparse por mi sentido de la orientación y mis conocimientos en geografía, estas personas deberían de pausar y reflexionar sobre el porqué de este tipo de frase llena de prejuicios. “Infelizmente, en México nos falta cultura vial”. 

A ver. Que ésto quede claro. Nadie nace divinamente impregnado con una hipotética “cultura vial”.

La cultura se construye, se nutre y se difunde en sociedad, con reglamentación y educación.

En la ciudad europea supuestamente idónea de donde vengo, ser ciclista también es una hazaña. Las y los automovilistas también te gritan, también invaden las ciclovías, también rebasan las velocidades permitidas. 

Sin embargo, son una minoría que ha ido decreciendo en las últimas décadas. ¿Por qué? Porque aquellas personas que violan el código de tránsito son castigadas con multas y sanciones, sin posibilidad de soborno alguna.

Porque para sacar una licencia, necesitas haber aprobado un examen teórico y un examen práctico tras mínimo 20 horas de conducción supervisada, en las cuales demuestras no solo que sabes mantener un volante recto y pisar pedales -lo de menos en realidad- sino también que sabes respetar las reglas y proteger a las personas más vulnerables; personas que, por cierto, tienen pleno derecho a transitar en las calles. 

Porque, aunque aún nos falte mucho en este tema, no te encasillas tan fácilmente en una de las categorías ( automovilista / usuario del transporte público / ciclista / peatón ), sino que tienes suficientes incentivos e información para combinar diferentes medios de transporte según tus necesidades, valorando las (des)ventajas que tu decisión individual genera para la sociedad en su conjunto. 

Entonces no concuerdo, y reformulo: infelizmente, en México no se construye una cultura vial. Esto no es una fatalidad, sino un punto de partida y una ventana de oportunidad para que la autoridad y la ciudadanía actúen juntas. 

Adoptar una reglamentación adecuada que priorice los medios de transporte sustentables y las personas más vulnerables, asegurarse de la correcta aplicación de las leyes demostrando que éstas son mucho más que textos decorativos, educarnos como personas intermodales y responsables; en pocas palabras, aprender a convivir en las calles.

La Ciudad de México, y las de Lima, Bogotá y cualquier otra ciudad con reconocidos problemas de movilidad tienen sus dificultades, pero no es un caso irrecuperable.

Todas y todos lo podemos demostrar pedaleando y caminando cotidianamente, reafirmando el derecho que tenemos a disfrutar del espacio público, aún cuando los azares de la vida hicieron que naciéramos lejos del supuesto paraíso terrenal de peatones y ciclistas. 

Así que, volviendo a la preocupación inicial: sí, estoy muy consciente de que ya no vivo en París. 

#3 “Mejor cómprate un coche”

¿Más estúpido aún, o ahí lo dejamos?

Sólo recordaré algunos principios básicos, esperando no aburrir a quienes ya se los saben de memoria: más automóviles significan más congestión, contaminación, pérdida de productividad, gastos en salud pública, muertes y lesiones por hechos de tránsito. 

Ahora, prefiero ahondar un poco más en el punto de seguridad, ya que de esto trata este artículo. En México, los hechos de tránsito son la primera causa de muerte en niñas y niños de 5 a 9 años, y la segunda entre adolescentes y jóvenes de 10 a 29 años. 

En esta última categoría, son destronados por los homicidios. De acuerdo con el último informe de CONAPRA sobre la situación de la seguridad vial en México, en 2013, de las 15,886 muertes registradas -considerando que la cifra real pudiera ser duplicada debido a un importante fenómeno de subregistro- casi 7 de cada 10 de ellas son las de peatones, ciclistas y motociclistas. 

Según el INEGI, en la Ciudad de México en 2015, absolutamente todos los hechos de tránsito que resultaron en muertes involucraron a por lo menos un vehículo con motor. 

En este caso y aunque en realidad sí me gustaría saber, no se trata tanto de identificar la principal causa detrás de la colisión –ebriedad del conductor, mal estado de la vía, diseño inadecuado, entre otros- sino de entender que un automotor es estadísticamente muchísimo más propenso a causar una colisión fatal. 

Las bicicletas, no (las 4 muertes de ciclistas oficialmente registradas aquel año fueron el resultado de una colisión con automotor).

De hecho, el ciclista de mi caída n°2 no me mató y muy, muy difícilmente lo habría hecho.

La automovilista de mi caída n°1 circulaba –estimo– a unos 30 km/hr, velocidad por debajo de la cuál yo tenía 95% de probabilidad de sobrevivir; arriba de los 55 km/hr, ésta hubiera sido de 20%. ¿Comprarme un coche? ¿Es en serio? 

Porque el error es humano, los hechos de tránsito seguirán sucediendo. Porque el error es humano, los ciclistas seguiremos cayendo.

Esto no quiere decir que debamos tolerar muertes y lesiones graves, ya que más allá de los errores, otros factores están entre las manos de la autoridad y de los ciudadanos para prevenirlos: el diseño de las calles, la cultura de la movilidad, la regulación y su aplicación.

De ahí la Visión Cero: ninguna pérdida de vida es aceptable. De ahí que, a pesar mi miedo a las glorietas y mi sonrisa reconstruida, sigo y seguiré subiéndome a la bicicleta.